El regreso del
nativo. Thomas Hardy
Ed. de Intervención
Cultural, Mataró. Trad. de Esther Pérez
Cuando se habla del
novelista Thomas Hardy, el recurso al elogio envenenado se despliega
en toda su malicia. En tono de reticencia y reserva al escribir que
se trata de un novelista poderoso, clásico, buen observador,
trágico, ambicioso, la tonalidad elegida, nacida de una óptica
condescendiente, obliga a entender que nos enfrentamos a un novelista
superado, decimonónico, costumbrista, melodramático y
desequilibrado para, a continuación, y haciendo un ejercicio de
generosidad crítica, alabar sus relatos cortos y la consistencia de
su labor como poeta. Nadie parece negarle el pan, pero nadie le
concede la sal. Hay excepciones, claro –bastaría leer las páginas
que Raymond Williams le dedica en El campo y la ciudad–,
pero son excepciones.
Para entender tan
curioso fenómeno, que va más allá de lo académico, es necesario
tomar en consideración el lugar y el momento en que Hardy presenta
sus propuestas narrativas: en ese final del siglo XIX en el que la
novela inglesa y europea se hace «moderna» y ciudadana, en un
momento de ruptura con el realismo tradicional que había venido
dando cuenta del mapa de relaciones sobre el que descansaba la
sociedad para adentrarse en los caminos de la conciencia interior, en
ese momento en que el espejo en el camino de Stendhal va a
transformarse básicamente en espejo de una mirada que se mira a sí
misma. Un cambio de trayectoria que tiene claro referente en Henry
James quien –paradojas de la literatura– construye su obra casi
en sintonía temporal con el autor de El regreso del nativo
(1878), dando lugar a que, en la versión de la historia de la novela
que hemos heredado, James ocupe el privilegiado papel de Mozart,
mientras Hardy aparece siempre teñido con los ropajes del esforzado
aunque mediocre Salieri.
Por eso, volver a
Hardy, leerlo, es volver a aquella encrucijada clave para rastrear
determinados juicios y prejuicios del pensamiento literario dominante
que tienen sus raíces en aquella crisis difícilmente trasladable a
la tradición narrativa en lengua castellana. Habría que remontarse
a las propuestas de Ortega acerca de la deshumanización de la novela
para poder situarse ante una coyuntura semejante aunque,
indudablemente, ni Jarnés, ni Unamuno, ni Miró, ni Pérez de Ayala
alumbran nada al respecto. Más útil parecería, en esa dirección
del análisis, tomarse como licencia dar el salto de un siglo y
trasponer la coyuntura a lo que en su momento significó para la
novela española la aparición del programa narrativo que Juan Benet
teoriza en La inspiración y el estilo y plasma a lo largo de
su novelística.
Las novelas de
Thomas Hardy contienen todos los estigmas narrativos que, a modo de
inconsciente decálogo narratológico, parecen hoy compartir
mayoritariamente profesionales y diletantes de la crítica y la
reseña literaria: descripciones más próximas a la pintura que al
correlato objetivo, personajes de escasa complejidad interna,
diálogos demostrativos sin apoyo en el filtro del estilo indirecto
libre, argumentos que aplastan la libertad de los personajes,
presencia de un narrador omnisciente que subraya el sentido de
acciones u omisiones, ausencia de un punto de vista unitario, recurso
al azar en la construcción de la trama, injerencia de la visión
pesimista del autor sobre la focalización y elección del espacio
narrativo. Pero, con todo, no deja de ser sorprendente que, a pesar
de la reticencia de fondo, la crítica se vea obligada a aceptar que
las novelas de Hardy encierran cualidades narrativas suficientes –aun
cuando sean cualidades de segundo orden, como el entramado
folletinesco o el aire trágico de los conflictos narrados– para
que los lectores encuentren en ellas una agitación grata, si bien un
tanto ingenua o antigua. Siempre con ese aire de quien le perdona a
alguien la vida, pero dejando claro que nada tiene que ver con la
suya.
La acción de El
regreso del nativo transcurre a lo largo de un año en el marco
de una comunidad rural asentada en los páramos desolados de ese
territorio mítico, Wessex, donde Hardy edifica la mayoría de sus
novelas. Una comunidad con escasos contactos con el entorno exterior
industrial y ciudadano, conformada por medianos y pequeños
propietarios alrededor de los cuales se mueven jornaleros y pequeños
comerciantes, y en cuyo horizonte apuntan ya los cambios que la
revolución industrial anuncia como inevitables. Una comunidad
cerrada, tradicional y, por tanto, utilizando el término de
Williams, cognoscible, es decir, un espacio social donde todas las
vidas son transparentes y se construyen en mutua dependencia. La
elección del páramo como paisaje no hace sino incrementar esta
fuerte caracterización: ninguna vida privada, aun cuando habite en
viviendas aisladas, puede permanecer oculta, todo movimiento
individual será observado por la comunidad afectada. La novela se
abre así a su línea de sentido: la posibilidad o imposibilidad de
una convivencia armónica de lo privado con lo común. Para un
tratamiento narrativamente honesto de las partes en cuestión, el
novelista despliega un cuadro equilibrado de actores y posiciones. De
los seis personajes principales sobre los que recaerá la
argumentación de ese planteamiento, tres de ellos, la propietaria
Yeobright, su sobrina Thomasin y Diggory Venn, el extraño vendedor
de almagre, encarnan la necesidad y voluntad de acomodarse, si se
pretende convivir dentro de sus fronteras, a lo común, mientras que
los otros tres, el tabernero Damon Wildeve, Eustacia Vye y Clym
Yeobright, que en determinado momento de sus vidas han vivido fuera
de sus lindes y en contacto con la emergente civilización urbana,
dan voz a la incomodidad personal que supone esa sujeción a los
límites que la comunidad impone a las variables concretas que
modelan las vidas, conductas y conciencias: realidad material,
expectativas, sueños, deseos.
La puesta en marcha
de estas cuatro variables conforma el argumento y las argumentaciones
de la novela que el narrador va proponiendo y que a veces subraya
pero sin que, al hacerlo, manipule ni violente el juego de fuerzas
que intervienen en la acción. La viuda Yeobright y su sobrina
Thomasin, casada con el tabernero, y que funciona como una especie de
prolongación de aquélla, aceptan, aun conociendo y soportando los
costes, las reglas de vida de esa comunidad en la que se refugian.
Diggory, el almagrero, sombra ubicua del narrador, trata de encontrar
unas raíces que añora sin malvender la libertad de movimientos que
el comercio como actividad le ha concedido. Eustacia, un personaje de
filiación bovaryana, y Wildeve agitan sus desasosiegos y acabarán
por romper, llevados por sus expectativas defraudadas, sueños
incumplidos y deseos insatisfechos, los nudos centrales –el
matrimonio, la conformidad– sobre los que se sostiene la
convivencia. Clym, que ha regresado decepcionado de la indignidad de
la vida urbana con la pretensión de establecerse como educador y
modernizar desde dentro la comunidad con la que se identifica, elige
como esposa, sin atender las advertencias de esa comunidad que habla
por boca de su madre, a Eustacia, quien será ese resplandeciente
objeto de deseo donde los dos protagonistas masculinos busquen cauce
para una vida privada, más plena. Un cauce que a la vez encierra un
torrente represado, malamente retenido por una tierra que le es
ajena. Sobre estos tres personajes descansa el peso de la acción.
Tres gotas de agua que se resisten a ser tragadas por una tierra
indiferente y sin especial relieve. Que al final de la novela las
aguas de riego los engullan parece algo más que uno de esos hechos
del azar que suelen reprocharse al novelista.
No estamos ante una
novela de conflicto entre la civilización rural y la urbana, al modo
de una Doña Perfecta de Galdós, ni ante una denuncia moral
sobre el poder de las pasiones «primitivas», como en Madre
naturaleza de Pardo Bazán, porque la narración de Hardy no nos
sitúa frente a una lucha de contrarios, sino ante un dilema nada
maniqueo que la novela plantea como pregunta de más largo alcance:
«¿Qué significa que a alguien le vaya bien?». Y a esa pregunta la
novela da contestación en el lenguaje propio de la narrativa:
mostrando. Que lo que muestre sean propiamente eixemplos narrativos
de «vivir mal», de vidas mal encauzadas, mal casadas, es el origen
sin duda de que se hable de Hardy como un autor pesimista y
fatalista: un juicio apresurado, pues el pesimismo no reside tanto en
la contestación como en la pregunta y ésta, «¿En qué consiste
vivir bien?», nada tiene que ver con la comodidad ética que otorga
el fatalismo.
Es la supervivencia
del sentido de hacerse hoy esa pregunta lo que hace de Hardy un autor
vivo y de El regreso del nativo una novela oportuna y actual,
aunque sólo fuera por el atrevimiento que supone tratar de dar
respuesta a la cuestión presentada poniendo a disposición de los
lectores todos los datos, los argumentos y los contraargumentos
necesarios para que lleguen a sacar las conclusiones apropiadas. El
narrador de Hardy no esconde ni la pregunta ni la respuesta. No es de
esa estirpe de narradores que reclama la atención de los lectores
simplemente para que admiren las cualidades de su voz o su capacidad
de fabulación. El narrador «habla» porque piensa que tiene algo
que decir a los otros, porque sabe y quiere que los otros sepan.
Desde esa responsabilidad toma la palabra y nada tiene de extraño
que Hardy dejara de escribir novelas cuando, tras publicar Jude,
el Oscuro, creyó entender que los otros o no le oían, o nada
querían saber. En tiempos en los que «querer saber» parece un
atrevimiento totalitario y al artista se le exige «perplejidad»
intelectual, a una narrativa como la de Hardy, que asume el riesgo de
saber y, por tanto, el riesgo de equivocarse, resulta difícil
encontrarle unas coordenadas literarias apropiadas. Pero los lectores
de libros como Puerca tierra de John Berger, Me casé con
un comunista de Philip Roth, Los restos del día de Kazuo
Ishiguro o Vivir afuera de Rodolfo Enrique Fogwill sabrán que
hay un sitio para ella entre nosotros.
Revista
de Letras 01/02/2007
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