martes, 29 de noviembre de 2016

Fuera de la literatura


Fuera de la literatura*

                                                         Constantino Bértolo.



«Para que no imaginéis os pondrán delante su imaginación. Así que voy a empezar por ella».
Panfleto para seguir viviendo. Fernando Díaz.

La literatura es una aduana, un mecanismo de homologación y legitimación de los discursos, textos y palabras que tienen voluntad de hacerse públicos. Un mecanismo social, y por tanto intervenido por la clase social dominante, que detenta los medios de producción de ese constructo del lenguaje que ellos mismo definen en cada momento histórico como literatura, actuando esa definición y delimitación como mecanismos de censura.
Como nos recuerda Raymond Williams,1 además de una categoría de producción, la literatura es también una categoría de uso y de condición, un modo lingüístico y un espacio en el que se agrupan aquellos hechos de lenguaje a los que se les otorga la condición o carácter de literarios, en función de que incorporen aquellos atributos que los poderes sociales que poseen los mecanismos de producción y homologación determinan en función de reglas y criterios que ellos mismos delimitan y a los que conceden carácter constituyente.
La literatura es proceso y a la vez resultado de ese proceso que tiene su primer momento autorial en la composición de su material lingüístico, y, que como tal y más allá de esa autoría, atiende a las propiedades sociales y semiológicas del lenguaje. A ese primer momento siguen aquellos otros procesos e instancias con que esa composición formal ha de ser homologada y legitimada como literatura. Proceso de producción, por tanto, que abarca tanto la composición material, lingüística, como su posterior publicación, circulación y consumo en el espacio social.
En tanto territorio cultural, la literatura agrupa todos aquellos materiales que en cada momento la sociedad homologa como literatura, mientras que como actividad social históricamente construida se ha venido configurando alrededor de su entendimiento como forma de expresión, dice Williams, de la más «plena, fundamental e inmediata experiencia humana»,2 que es categoría cuyo contenido semántico a su vez nos remite a la capacidad social, de la clase dominante, para definir el sintagma en sí mismo y en sus dos conceptos de experiencia y humana. Funciona la literatura como mecanismo de delimitación de lo humano y de ahí su papel relevante dentro de esa área político-cultural que recibe el nombre de humanismo, desde cuyas consideraciones se han elaborado y desprendido las nociones actuales de calidad literaria, canon, obra maestra, gusto o sensibilidad, que el propio discurso humanista impone como atributos objetivos e inmanentes de unas «obras literarias» que, por su propia y milagrosa inmanencia, se homologarían a sí mismas como tales al margen de las subjetividades personales o colectivas.
La literatura como un espacio social construido a lo largo de un proceso histórico que ha ido definiendo y redefiniendo categorías y criterios de producción, identificación y acceso, y con los que inevitablemente uno debe contar cuando, implícita o explícitamente, se acepta que un hecho o actividad dada está inserta, quiere insertarse o debe insertarse en ese espacio social —lo literario— aunque se haga desde la pretensión de enjuiciar y cuestionar o rechazar los criterios sobre los que se sustenta ese espacio. En ese sentido y aunque desde zonas teóricas cercanas al marxismo se propongan definiciones menos inmanentes de lo literario y se haga referencia a la literatura como materialidad del lenguaje a través de una sociedad que se narra a sí misma, resulta, finalmente, que quien determina esa materialidad es inevitablemente la clase dominante a través de sus sacerdotes de la semántica, la poética y la retórica.
Frente esta realidad que sitúa a la literatura como patrimonio y posesión de la burguesía capitalista, el proletariado revolucionario, al tiempo que iba teniendo acceso a esa herramienta para el conocer, comunicar y propagar que supone la escritura y al conocimiento y uso de los recursos y técnicas expresivas que su incorporación a la cultura escrita ponía a su alcance, pronto interiorizó la importancia de producir una literatura al servicio de la emancipación social que pudiese dar cuenta tanto de sus condiciones para la acción como de sus objetivos y obstáculos.
Desde esa comprensión, las organizaciones obreras socialistas o anarquistas entendieron la necesidad de crear sus propias escuelas y sus propios ateneos como armas imprescindibles para su enfrentamiento con los imaginarios que la burguesía, en su pretensión de ser la clase universal, había venido edificando y esparciendo a través de unos aparatos ideológicos entre los cuales la literatura ocupaba y ocupa un lugar relevante en cuanto que funciona, podría decirse, como una especie de manual de instrucciones o «argumentario» al servicio de su visión del mundo y de las relaciones sociales. De ahí la necesidad política para las fuerzas de la emancipación de construir y propagar su propia visión e historia del mundo, es decir, su propia narración, su propia literatura, en una situación, insistimos, en la que la categoría sociocultural literatura era detentada —y lo sigue siendo— por una burguesía que ha integrado dentro de ella la herencia cultural que el humanismo representaba.
Esa voluntad de hacerse dueños de su propio relato del mundo y de la vida planteaba —y creo que sigue planteando— a los poderes populares una relevante cuestión, teórica en principio pero, a mi entender, con un importante alcance práctico: ¿Cómo construir una literatura contra la clase que detenta el poder de definir y delimitar qué es y qué no es literatura? O enunciado de otro modo y siguiendo al gato de Alicia en el país de las maravillas: ¿cómo conseguir un lenguaje propio y diferente si el lenguaje hegemónico es propiedad del enemigo de clase?
Históricamente un problema semejante —la conveniencia de crear una «literatura» diferente a la que se estaba produciendo de manera hegemónica—, se había presentado a lo largo de la historia occidental al menos en dos momentos de cambio en los que nos detendremos brevemente: con la propagación del cristianismo y con la Revolución francesa. El cristianismo, que para su expansión por el universo romano, entendió la necesidad de contar con una red de comunicación que le exigía impulsar la alfabetización de, al menos, una minoría capaz de asegurar junto a la expansión un alto nivel de uniformidad en los mensajes y criterios de organización, se encontró con una literatura imperial y romana caracterizada por la presencia de una retórica sofisticada y rebuscada de la que trató de huir tanto porque sus adeptos no provenían mayoritariamente de las élites educadas en el uso y artes de esas retóricas como por lo que esa diferenciación aportaría a la nueva identidad, ser cristiano, que su prédica y fe implicaban. Esta contradicción dio lugar, seguramente de manera más espontánea o práctica que programada, al surgimiento de una «literatura cristiana» —entendiendo por tal la práctica de la escritura y lectura que los cristianos practicaban— en la que el alto empaque de las letras romanas dejó su lugar a una escritura de elaboración más simple y «menos educada» (según los patrones de la educación romana dirigida a una clase dirigente para la que la retórica era un instrumento de relación política imprescindible). Nace entonces lo que se llamó el sermo humilis, un lenguaje de tono bajo, llano, muy accesible, pero pronto la intelligentia cristianae, con Pablo de Tarso al frente, comprobó que ese uso les impedía, en su camino hacia la propagación de la fe, «conectar» con aquellos grupos de población que ocupaban posiciones sociales o políticas de niveles superiores obligándoles a considerar que no podrían renunciar al uso de ese latín altamente retórico si querían hacerse con el dominio religioso (y político) dentro del imperio. Desde ese momento convivieron en el cristianismo ambas tendencias en el interior de la nueva Iglesia: el sermo humilis que, por ejemplo, se encontraría reflejado el lenguaje de los evangelios o de los hechos de los apóstoles, y la nueva retórica cristiana que las obras de los Santos Padres o los poetas cristianos encarnan. Y en realidad y hasta tiempos muy recientes, hasta el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica no renunció al «prestigio» y ropajes de la lengua latina en sus liturgias y ceremonias religiosas como la misa o los Te Deum.
Pasan los siglos hasta que nos encontramos con una burguesía en su ascenso como clase que también iba a tropezar con la dificultad del control sobre el lenguaje y la literatura que venía ejerciendo la maquinaria cultural de las monarquías absolutas en compañía de las instituciones religiosas con sus fuertes aparatos de educación y propaganda (los sermones y las cátedras). Ciertamente ya en momentos anteriores los valores literarios de la aristocracia y las élites asociadas, que tenían su referencia básica en las literaturas de los clásicos griegos y romanos, habían sido puestos en cuestión por la aparición de la novela (El Quijote, la narrativa picaresca) en cuanto género «libre», sin precedentes clásicos relevantes, y por el auge del teatro como, avant la lettre, medio de comunicación de masas. Valga recordar como precedente al respecto a un Lope de Vega que acepta escribir para «el vulgo» aunque ello suponga no respetar las reglas de los clásicos. Pero el momento más representativo de esta confrontación va a tener lugar en el siglo siguiente y dentro de la literatura en lengua francesa. Por un lado estallará la primera de las dos famosas querelles: la Querelle du Cid que toma su nombre del drama homónimo de Corneille donde rompe con la regla de las tres unidades que la tradición venía imponiendo, provocando un fuerte enfrentamiento entre el autor y la Academia de la Lengua que funciona como instancia y portavoz de la voluntad Real. En medio de ese combate, la lógica de la burguesía, el beneficio económico como brújula y criterio, hace su aparición cuando el dramaturgo, acusado de irrespetuoso, contesta presumiendo de su éxito de público a quienes le reprochan el uso de recursos un tanto tremendistas —lo que hoy llamaríamos «efectos especiales»— para contar una historia que además rompe con el decoro y el recato que la aristocracia literaria defiende como valores literarios. Por si fuera poco la propia querella significa, de facto, que el monopolio que hasta ese momento mantenía el poder monárquico sobre la publicación —el hacer públicos— los textos de toda clase pues hasta ese momento la publicación de escritos era prerrogativa real y las imprentas requerían de un permiso o concesión. Años más tarde tiene lugar la nueva «Querella entre los antiguos y los modernos» donde las tesis de «lo nuevo», los aires y valores de la burguesía emergente, se afianzan y legitiman.
Ya a finales del XVIII, una emergente generación de ilustrados y prerrománticos pone en circulación, apoyándose en la novela como género que no admite reglas, y en el libelo anónimo, toda una literatura prerrevolucionaria que concentra sus ataques en clave de sátira y libertinaje contra la aristocracia como clase decadente e instalada en un «gusto» literario ya superado, cursi, vacuo y hasta ridículo. En su intento de buscar fórmulas no impregnadas de los valores «aristocráticos», estos escritores encuentran en la ruptura de los límites del decoro, en el libertinaje moral y en la literatura erótica, su modo de intentar encontrar una literatura propia, fuera de los prejuicios literarios neoclásicos. Esos serán logros parciales que permiten que aflore a corto plazo una literatura no sujeta a la moral más conservadora y rancia, aunque una vez que la nueva clase se instala en el poder político se producirá una «restauración cultural», un pacto con los antiguos valores que la burguesía, en su pretensión de ser aceptada como clase universal, va a asumir otorgando ahora a la literatura la categoría de marco neutral y dotado de una autonomía extrema que viene a defender la absoluta independencia entre la vida social y la literatura, y abandonando aquella antigua pretensión de crear una literatura que fuera alternativa a la «aristocrática» y que si bien y frente a la poesía que hasta ese momento y al menos desde el Renacimiento se había construido como género mayor, dejará su huella más relevante en la consagración y auge de la novela como género hegemónico.
El siglo XIX significa el asentamiento del capitalismo y por consiguiente la lucha de clases como geología sobre la que la historia y la cultura tienen lugar. Las fuerzas sociales que acompañaban al proletariado en su lucha contra el capitalismo y la clase burguesa, le van a conceder a la cultura, como ya hemos comentado, enorme relieve y atención. Hay tanto en el marxismo como en el anarquismo un afán pedagógico que presupone y necesita toda una literatura con capacidad de mover conciencias, señalar causas y efectos, y urgir a la acción revolucionaria. Creo que podríamos considerar que en general la conciencia cultural proletaria no cuestionó los valores de la cultura humanista que la burguesía utilizaba en clave de clase superior, sino que se planteó ante todo y como objetivo prioritario su reutilización en favor de la emancipación, propiciando una literatura que diera protagonismo a los problemas del sujeto revolucionario —fundamentalmente la clase obrera— en tanto clase explotada, es decir, una literatura inclinada a sustituir el protagonismo del mundo burgués por un paisaje literario en el que el proletariado cobrara dimensión protagonista. Una actitud bienintencionada y que aún hoy podemos encontrar en esa «caridad literaria» que tanto escritor sentimental utiliza como moneda de cambio jugando a revestirse de «literatura social».
Por otro lado la estrategia literaria, la poética, que debería acompañar a este objetivo, más que provocar reflexión sobre la necesidad de encontrar nuevos lenguajes y estructuras de comunicación se inclinaba hacia unos tratamientos en un registro melodramático casi siempre, idílico muchas veces o tremendista otras, que en la narrativa —que también acepta como género mayoritario— no logra ir más allá de esa sustitución del héroe burgués por un héroe proletario o «pobre», voluntarioso, abnegado y casi siempre —o siempre— fracasado en sus esfuerzos. Se busca en estos códigos encontrar una comunicación accesible a las nuevas capas del proletariado recién alfabetizado pero que no deja de sentirse atraído con el mundo moral del folletín o las novelas de misterio. Es el momento de la novela social, que evidentemente cumple un papel testimonial e incluso pedagógico de valor estimable en sus mejores momentos, pero que no deja de traducir un aire idealista e ingenuo.
Quizá lo más singular y llamativo de ese primer momento de la emancipación revolucionaria sea «la sacralización» de la cultura que la clase obrera en buena parte interioriza dando lugar a un predicado y programa político que parece asentarse sobre la propuesta de que la cultura sólo será cultura plena, es decir, Kultur, cuando el proletariado la asuma hegemónicamente.
El único momento de quiebra de esta consigna cultural que las izquierdas revolucionarias hacen suya tendrá lugar, precisamente, en el momento que por primera vez el proletariado se hace con el poder, es decir, con la propiedad de los medios de producción y es posible por tanto, ahora sí, al poder actuar sobre todo el proceso de producción de cultura o literatura, construir una «literatura- otra» que integrase y fuera consecuencia de los nuevos valores surgidos durante el proceso revolucionario. La revolución como proceso, la cultura (la literatura) como proceso revolucionario en el que hasta «el asalto a la imaginación», es decir, la posibilidad de elaborar una imaginación propia, revolucionaria, se planteaba como viable. Llevados por el impulso de la revolución los nuevos propietarios de los medios de producción de esa categoría mayor que nombramos como Arte y por consiguiente de categorías que la acompañan como literatura, pintura o música, llevaron en algunos casos hasta el extremo la ocasión histórica de ruptura total con la tradición literaria burguesa negando —en el caso de grupos de vanguardia como Proletkult— justamente la conveniencia de trabajar con tales categorías dentro de una praxis revolucionaria. En el contexto de la institucionalización del Estado Soviético se impondrían sin embargo aquellas teorías o doctrinas que entendían que la revolución en el campo artístico debía incorporar en su quehacer toda la herencia del pasado transformando, eso sí, de modo radical sus objetivos pero sin cuestionar la naturaleza del Arte como categoría a considerar. Se mantiene así dentro de las izquierdas la defensa del arte «comprometido» en tanto arte que apoya y acompaña la ideología y la acción revolucionaria sin apenas incorporar nuevos ángulos o rupturas, salvo las teorías teatrales de un Bertolt Brecht que trata de escapar de los mecanismos de la poética de la identificación sobre la que ha venido sosteniéndose buena parte de la estética burguesa.
Pero una literatura comprometida no es exactamente, en nuestra opinión, una literatura popular ni por consiguiente una literatura que pudiéramos llamar de unidad popular capacitada para «ser poder popular». Creo que una literatura que incorpore ese impulso revolucionario requiere hablar más de la voz del pueblo como arma de poder que de literatura comprometida con el pueblo. En realidad hablar de «voz del pueblo» para constituirse como herramienta de emancipación debería remitir a lo que se «oye» en los niveles donde el pueblo se expresa, y no hacia una literatura a través de la cual hablarían «los que no tienen voz», sin que esto signifique que consideremos que la literatura comprometida no deba mantener presencia y relevancia en los frentes culturales. Pero el concepto de «literatura popular» que propondríamos sería no una «literatura contra» sino una «no-literatura», o por mejor decir, una «literatura fuera de la literatura», que recogiera aquellos modos de comunicación y expresión a través de los cuales lo popular, es decir, lo que no es institución de ningún tipo, se relaciona consigo mismo para construirse o reconocerse como Poder Popular.
Entiendo que estas propuestas sobre las que hemos empezado a reflexionar en compañía del Colectivo Todoazen3 pueden resultar al menos en teoría confusas y nada mejor en consecuencia que acudir al ejemplo como recurso expresivo cuando algo se resiste a ser explicado, definido o delimitado: día a día los trabajadores de una empresa, una oficina o una tienda se «narran» entre sí sus vicisitudes laborales, charlas entre ellos y ellas y dan cuenta, a modo de aviso o experiencia, de aquellas «historias ejemplares» con las que se sienten implicados y que conformaría una especie de memoria viva de las relaciones entre trabajo y capital en esa empresa, oficina o tienda. Historias de «A fulanito que protestó sobre esto le pasó», «Se hizo una huelga y nos», «La jefa de recursos humanos siempre dice que de acuerdo pero nunca», «Tú haz lo que quieras pero a tal compañera que trabajaba aquí hace unos años le hicieron». Esta «narrativa laboral» debería ser recopilada y dada a conocer, es decir, debería ser publicada, hecha pública y no sólo en el propio ámbito de la empresa sino en el más amplio espacio de la política de lucha y combate en cuanto que constituye un patrimonio narrativo de especial relevancia para entender el «background narrativo» casi siempre desconocido sobre el que descansa el capitalismo. La «narrativa laboral» como ejemplo de ese nuevo entendimiento de literatura popular, literatura fuera de la literatura, que proponemos como tarea a realizar desde las organizaciones que sientan la necesidad de hacer poder popular. Historias ejemplares que no sólo tendrían como foco el espacio laboral, aun cuando le concedamos a este ámbito especial relevancia. También las «historias de vida», el registro de aquellas vidas que han transcurrido bajo el dominio del capital y que a través de la propia autonarración acaso recogiesen, con mayor naturalidad y ejemplaridad que la retórica tradicional política, las huellas de la inevitable humillación que ese dominio impone sobre las vidas concretas sin que, muchas veces, esto sea algo consciente para quien las padece pero que acaso, a través de la narración que emerge, sin duda se podría hacer presente. Se trataría de oír, transcribir y publicar las vidas de aquellos que han padecido el despido, el paro, el desahucio, o la historia ejemplar de la trabajadora o el trabajador ya jubilado, o la historia de aquel o aquella militante que lleva años y años participando en las organizaciones políticas revolucionarias y que a pesar de tanto cansancio siguen colaborando activamente. Oír las vidas del mundo del trabajo. Oír las voces de quienes esperan su cita en el ambulatorio y se desahogan contándonos su vida y padecimientos, de quienes están ingresados en un hospital y relatan sus sueños de juventud, de quienes hacen rehabilitación y recorren el curriculum de su familia, de quienes llevan a sus nietos al cole y miran hacia atrás con ira callada. Crear todo un sistema de ediciones populares, en papel o digital, donde esas voces tengan su lugar. La «literatura-otra» como presencia y herramienta de Poder Popular.
Mientras «la literatura» no cesa de contarnos historias de héroes decepcionados nadie habla de aquellos que siguen militando. Tampoco sabemos mucho del futbolista que no triunfó, del cantante que fracasó, del nadador que no logró el record. Voces y contrahistorias de quienes en algún momento creyeron que la salvación era una mera cuestión de empeño y sacrificio personal. Estas y otras muchas más historias que los medios tradicionales de producción de «literatura» no contemplan, de las que los medios de comunicación nada nos dicen. Esos silencios que son silencios porque nadie los oye. De vez en cuando por ejemplo, la prensa sensacionalista nos cuenta la historia de alguien al que le tocó la lotería pero nunca se nos cuenta la historia de aquellos y aquellas a los que nunca les tocó la lotería y sin embargo siguen, semana a semana, jugando y creyéndose que al fin les va a tocar y entonces podrán «empezar a vivir». Para cuándo una novela de misterio y acaso de horror que nos cuente «la historia del jugador de lotería al que nunca le tocó la lotería». Oír y leer las vidas del común, de «lo ordinario». Una tarea más política que cultural y que requiere voluntad, reflexión, tiempo y concreción. Una tarea a la que prestar atención en todo proyecto de construcción de Poder Popular. Una «literatura-otra», literatura fuera de la literatura, que debe ser intendencia del combate porque en medio de la lucha (de clases) es bueno y necesario recordar sin retóricas las palabras a favor de las cuales se está luchando. A veces el mejor libro no está en una biblioteca. A veces se trata de oír, escribir, leer y dar a leer «lo que pasa en la calle».


* Artículo publicado en el volumen Cuando el pueblo se organiza AA.VV.Cisma editorial Madrid 2015
1 Williams, Raymond. Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 1980.
2 Op. cit.
3 Grupo de Investigaciones Narrativas que ha publicado la novela El año que tampoco hicimos la Revolución. Caballo de Troya. Madrid, 2007.

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