Fuera
de la literatura*
Constantino
Bértolo.
«Para
que no imaginéis os pondrán delante su imaginación. Así que voy a
empezar por ella».
Panfleto
para seguir viviendo. Fernando
Díaz.
La
literatura es una aduana, un mecanismo de homologación y
legitimación de los discursos, textos y palabras que tienen
voluntad de hacerse públicos. Un mecanismo social, y por tanto
intervenido por la clase social dominante, que detenta los medios de
producción de ese constructo del lenguaje que ellos mismo
definen en cada momento histórico como literatura, actuando esa
definición y delimitación como mecanismos de censura.
Como
nos recuerda Raymond Williams,1
además de una categoría de producción, la literatura es también
una categoría de uso y de condición, un modo lingüístico y un
espacio en el que se agrupan aquellos hechos de lenguaje a los que se
les otorga la condición o carácter de literarios, en función de
que incorporen aquellos atributos que los poderes sociales que poseen
los mecanismos de producción y homologación determinan en función
de reglas y criterios que ellos mismos delimitan y a los que conceden
carácter constituyente.
La
literatura es proceso y a la vez resultado de ese proceso que tiene
su primer momento autorial en la composición de su material
lingüístico, y, que como tal y más allá de esa autoría, atiende
a las propiedades sociales y semiológicas del lenguaje. A ese primer
momento siguen aquellos otros procesos e instancias con que esa
composición formal ha de ser homologada y legitimada como
literatura. Proceso de producción, por tanto, que abarca tanto la
composición material, lingüística, como su posterior publicación,
circulación y consumo en el espacio social.
En
tanto territorio cultural, la literatura agrupa todos aquellos
materiales que en cada momento la sociedad homologa como literatura,
mientras que como actividad social históricamente construida se ha
venido configurando alrededor de su entendimiento como forma de
expresión, dice Williams, de la más «plena, fundamental e
inmediata experiencia humana»,2
que es categoría cuyo contenido semántico a su vez nos remite a la
capacidad social, de la clase dominante, para definir el sintagma en
sí mismo y en sus dos conceptos de experiencia y humana. Funciona la
literatura como mecanismo de delimitación de lo humano y de ahí su
papel relevante dentro de esa área político-cultural que recibe el
nombre de humanismo, desde cuyas consideraciones se han
elaborado y desprendido las nociones actuales de calidad literaria,
canon, obra maestra, gusto o sensibilidad, que el propio discurso
humanista impone como atributos objetivos e inmanentes de unas «obras
literarias» que, por su propia y milagrosa inmanencia, se
homologarían a sí mismas como tales al margen de las subjetividades
personales o colectivas.
La
literatura como un espacio social construido a lo largo de un proceso
histórico que ha ido definiendo y redefiniendo categorías y
criterios de producción, identificación y acceso, y con los que
inevitablemente uno debe contar cuando, implícita o explícitamente,
se acepta que un hecho o actividad dada está inserta, quiere
insertarse o debe insertarse en ese espacio social —lo literario—
aunque se haga desde la pretensión de enjuiciar y cuestionar o
rechazar los criterios sobre los que se sustenta ese espacio. En ese
sentido y aunque desde zonas teóricas cercanas al marxismo se
propongan definiciones menos inmanentes de lo literario y se haga
referencia a la literatura como materialidad del lenguaje a través
de una sociedad que se narra a sí misma, resulta, finalmente, que
quien determina esa materialidad es inevitablemente la clase
dominante a través de sus sacerdotes de la semántica, la poética y
la retórica.
Frente
esta realidad que sitúa a la literatura como patrimonio y posesión
de la burguesía capitalista, el proletariado revolucionario, al
tiempo que iba teniendo acceso a esa herramienta para el conocer,
comunicar y propagar que supone la escritura y al conocimiento y uso
de los recursos y técnicas expresivas que su incorporación a la
cultura escrita ponía a su alcance, pronto interiorizó la
importancia de producir una literatura al servicio de la emancipación
social que pudiese dar cuenta tanto de sus condiciones para la acción
como de sus objetivos y obstáculos.
Desde
esa comprensión, las organizaciones obreras socialistas o
anarquistas entendieron la necesidad de crear sus propias escuelas y
sus propios ateneos como armas imprescindibles para su enfrentamiento
con los imaginarios que la burguesía, en su pretensión de ser la
clase universal, había venido edificando y esparciendo a través de
unos aparatos ideológicos entre los cuales la literatura ocupaba y
ocupa un lugar relevante en cuanto que funciona, podría decirse,
como una especie de manual de instrucciones o «argumentario» al
servicio de su visión del mundo y de las relaciones sociales. De ahí
la necesidad política para las fuerzas de la emancipación de
construir y propagar su propia visión e historia del mundo, es
decir, su propia narración, su propia literatura, en una situación,
insistimos, en la que la categoría sociocultural literatura era
detentada —y lo sigue siendo— por una burguesía que ha integrado
dentro de ella la herencia cultural que el humanismo representaba.
Esa
voluntad de hacerse dueños de su propio relato del mundo y de la
vida planteaba —y creo que sigue planteando— a los poderes
populares una relevante cuestión, teórica en principio pero, a mi
entender, con un importante alcance práctico: ¿Cómo construir una
literatura contra la clase que detenta el poder de definir y
delimitar qué es y qué no es literatura? O enunciado de otro modo y
siguiendo al gato de Alicia en el país de las maravillas:
¿cómo conseguir un lenguaje propio y diferente si el lenguaje
hegemónico es propiedad del enemigo de clase?
Históricamente
un problema semejante —la conveniencia de crear una «literatura»
diferente a la que se estaba produciendo de manera hegemónica—, se
había presentado a lo largo de la historia occidental al menos en
dos momentos de cambio en los que nos detendremos brevemente: con la
propagación del cristianismo y con la Revolución francesa. El
cristianismo, que para su expansión por el universo romano, entendió
la necesidad de contar con una red de comunicación que le exigía
impulsar la alfabetización de, al menos, una minoría capaz de
asegurar junto a la expansión un alto nivel de uniformidad en los
mensajes y criterios de organización, se encontró con una
literatura imperial y romana caracterizada por la presencia de una
retórica sofisticada y rebuscada de la que trató de huir tanto
porque sus adeptos no provenían mayoritariamente de las élites
educadas en el uso y artes de esas retóricas como por lo que esa
diferenciación aportaría a la nueva identidad, ser cristiano, que
su prédica y fe implicaban. Esta contradicción dio lugar,
seguramente de manera más espontánea o práctica que programada, al
surgimiento de una «literatura cristiana» —entendiendo por tal la
práctica de la escritura y lectura que los cristianos practicaban—
en la que el alto empaque de las letras romanas dejó su lugar a una
escritura de elaboración más simple y «menos educada» (según los
patrones de la educación romana dirigida a una clase dirigente para
la que la retórica era un instrumento de relación política
imprescindible). Nace entonces lo que se llamó el sermo humilis,
un lenguaje de tono bajo, llano, muy accesible, pero pronto la
intelligentia cristianae, con
Pablo de Tarso al frente, comprobó que ese uso les
impedía, en su camino hacia la propagación de la fe, «conectar»
con aquellos grupos de población que ocupaban posiciones sociales o
políticas de niveles superiores obligándoles a considerar que no
podrían renunciar al uso de ese latín altamente retórico si
querían hacerse con el dominio religioso (y político) dentro del
imperio. Desde ese momento convivieron en el cristianismo ambas
tendencias en el interior de la nueva Iglesia: el sermo humilis
que, por ejemplo, se encontraría reflejado el lenguaje de los
evangelios o de los hechos de los apóstoles, y la nueva retórica
cristiana que las obras de los Santos Padres o los poetas cristianos
encarnan. Y en realidad y hasta tiempos muy recientes, hasta el
Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica no renunció al
«prestigio» y ropajes de la lengua latina en sus liturgias y
ceremonias religiosas como la misa o los Te Deum.
Pasan
los siglos hasta que nos encontramos con una burguesía en su ascenso
como clase que también iba a tropezar con la dificultad del control
sobre el lenguaje y la literatura que venía ejerciendo la maquinaria
cultural de las monarquías absolutas en compañía de las
instituciones religiosas con sus fuertes aparatos de educación y
propaganda (los sermones y las cátedras). Ciertamente ya en momentos
anteriores los valores literarios de la aristocracia y las élites
asociadas, que tenían su referencia básica en las literaturas de
los clásicos griegos y romanos, habían sido puestos en cuestión
por la aparición de la novela (El Quijote, la narrativa
picaresca) en cuanto género «libre», sin precedentes clásicos
relevantes, y por el auge del teatro como, avant la lettre, medio
de comunicación de masas. Valga recordar como precedente al respecto
a un Lope de Vega que acepta escribir para «el vulgo» aunque ello
suponga no respetar las reglas de los clásicos. Pero el momento más
representativo de esta confrontación va a tener lugar en el siglo
siguiente y dentro de la literatura en lengua francesa. Por un lado
estallará la primera de las dos famosas querelles: la
Querelle du Cid que toma su nombre del drama homónimo de
Corneille donde rompe con la regla de las tres unidades que la
tradición venía imponiendo, provocando un fuerte enfrentamiento
entre el autor y la Academia de la Lengua que funciona como instancia
y portavoz de la voluntad Real. En medio de ese combate, la lógica
de la burguesía, el beneficio económico como brújula y criterio,
hace su aparición cuando el dramaturgo, acusado de irrespetuoso,
contesta presumiendo de su éxito de público a quienes le reprochan
el uso de recursos un tanto tremendistas —lo que hoy llamaríamos
«efectos especiales»— para contar una historia que además rompe
con el decoro y el recato que la aristocracia literaria defiende como
valores literarios. Por si fuera poco la propia querella significa,
de facto, que el monopolio que hasta ese momento mantenía el
poder monárquico sobre la publicación —el hacer públicos— los
textos de toda clase pues hasta ese momento la publicación de
escritos era prerrogativa real y las imprentas requerían de un
permiso o concesión. Años más tarde tiene lugar la nueva «Querella
entre los antiguos y los modernos» donde las tesis de «lo nuevo»,
los aires y valores de la burguesía emergente, se afianzan y
legitiman.
Ya a
finales del XVIII, una
emergente generación de ilustrados y prerrománticos pone en
circulación, apoyándose en la novela como género que no admite
reglas, y en el libelo anónimo, toda una literatura
prerrevolucionaria que concentra sus ataques en clave de sátira y
libertinaje contra la aristocracia como clase decadente e instalada
en un «gusto» literario ya superado, cursi, vacuo y hasta ridículo.
En su intento de buscar fórmulas no impregnadas de los valores
«aristocráticos», estos escritores encuentran en la ruptura de los
límites del decoro, en el libertinaje moral y en la literatura
erótica, su modo de intentar encontrar una literatura propia, fuera
de los prejuicios literarios neoclásicos. Esos serán logros
parciales que permiten que aflore a corto plazo una literatura no
sujeta a la moral más conservadora y rancia, aunque una vez que la
nueva clase se instala en el poder político se producirá una
«restauración cultural», un pacto con los antiguos valores que la
burguesía, en su pretensión de ser aceptada como clase universal,
va a asumir otorgando ahora a la literatura la categoría de marco
neutral y dotado de una autonomía extrema que viene a defender la
absoluta independencia entre la vida social y la literatura, y
abandonando aquella antigua pretensión de crear una literatura que
fuera alternativa a la «aristocrática» y que si bien y frente a la
poesía que hasta ese momento y al menos desde el Renacimiento se
había construido como género mayor, dejará su huella más
relevante en la consagración y auge de la novela como género
hegemónico.
El
siglo XIX significa el
asentamiento del capitalismo y por consiguiente la lucha de clases
como geología sobre la que la historia y la cultura tienen lugar.
Las fuerzas sociales que acompañaban al proletariado en su lucha
contra el capitalismo y la clase burguesa, le van a conceder a la
cultura, como ya hemos comentado, enorme relieve y atención. Hay
tanto en el marxismo como en el anarquismo un afán pedagógico que
presupone y necesita toda una literatura con capacidad de mover
conciencias, señalar causas y efectos, y urgir a la acción
revolucionaria. Creo que podríamos considerar que en general la
conciencia cultural proletaria no cuestionó los valores de la
cultura humanista que la burguesía utilizaba en clave de clase
superior, sino que se planteó ante todo y como objetivo prioritario
su reutilización en favor de la emancipación, propiciando una
literatura que diera protagonismo a los problemas del sujeto
revolucionario —fundamentalmente la clase obrera— en tanto clase
explotada, es decir, una literatura inclinada a sustituir el
protagonismo del mundo burgués por un paisaje literario en el que el
proletariado cobrara dimensión protagonista. Una actitud
bienintencionada y que aún hoy podemos encontrar en esa «caridad
literaria» que tanto escritor sentimental utiliza como moneda de
cambio jugando a revestirse de «literatura social».
Por
otro lado la estrategia literaria, la poética, que debería
acompañar a este objetivo, más que provocar reflexión sobre la
necesidad de encontrar nuevos lenguajes y estructuras de comunicación
se inclinaba hacia unos tratamientos en un registro melodramático
casi siempre, idílico muchas veces o tremendista otras, que en la
narrativa —que también acepta como género mayoritario— no logra
ir más allá de esa sustitución del héroe burgués por un héroe
proletario o «pobre», voluntarioso, abnegado y casi siempre —o
siempre— fracasado en sus esfuerzos. Se busca en estos códigos
encontrar una comunicación accesible a las nuevas capas del
proletariado recién alfabetizado pero que no deja de sentirse
atraído con el mundo moral del folletín o las novelas de misterio.
Es el momento de la novela social, que evidentemente cumple un papel
testimonial e incluso pedagógico de valor estimable en sus mejores
momentos, pero que no deja de traducir un aire idealista e ingenuo.
Quizá
lo más singular y llamativo de ese primer momento de la emancipación
revolucionaria sea «la sacralización» de la cultura que la clase
obrera en buena parte interioriza dando lugar a un predicado y
programa político que parece asentarse sobre la propuesta de que la
cultura sólo será cultura plena, es decir, Kultur, cuando el
proletariado la asuma hegemónicamente.
El
único momento de quiebra de esta consigna cultural que las
izquierdas revolucionarias hacen suya tendrá lugar, precisamente, en
el momento que por primera vez el proletariado se hace con el poder,
es decir, con la propiedad de los medios de producción y es posible
por tanto, ahora sí, al poder actuar sobre todo el proceso de
producción de cultura o literatura, construir una «literatura-
otra» que integrase y fuera consecuencia de los nuevos valores
surgidos durante el proceso revolucionario. La revolución como
proceso, la cultura (la literatura) como proceso revolucionario en el
que hasta «el asalto a la imaginación», es decir, la posibilidad
de elaborar una imaginación propia, revolucionaria, se planteaba
como viable. Llevados por el impulso de la revolución los nuevos
propietarios de los medios de producción de esa categoría mayor que
nombramos como Arte y por consiguiente de categorías que la
acompañan como literatura, pintura o música, llevaron en algunos
casos hasta el extremo la ocasión histórica de ruptura total con la
tradición literaria burguesa negando —en el caso de grupos de
vanguardia como Proletkult— justamente la conveniencia de trabajar
con tales categorías dentro de una praxis revolucionaria. En el
contexto de la institucionalización del Estado Soviético se
impondrían sin embargo aquellas teorías o doctrinas que entendían
que la revolución en el campo artístico debía incorporar en su
quehacer toda la herencia del pasado transformando, eso sí, de modo
radical sus objetivos pero sin cuestionar la naturaleza del Arte como
categoría a considerar. Se mantiene así dentro de las izquierdas la
defensa del arte «comprometido» en tanto arte que apoya y acompaña
la ideología y la acción revolucionaria sin apenas incorporar
nuevos ángulos o rupturas, salvo las teorías teatrales de un
Bertolt Brecht que trata de escapar de los mecanismos de la poética
de la identificación sobre la que ha venido sosteniéndose buena
parte de la estética burguesa.
Pero
una literatura comprometida no es exactamente, en nuestra opinión,
una literatura popular ni por consiguiente una literatura que
pudiéramos llamar de unidad popular capacitada para «ser poder
popular». Creo que una literatura que incorpore ese impulso
revolucionario requiere hablar más de la voz del pueblo como arma de
poder que de literatura comprometida con el pueblo. En realidad
hablar de «voz del pueblo» para constituirse como herramienta de
emancipación debería remitir a lo que se «oye» en los niveles
donde el pueblo se expresa, y no hacia una literatura a través de la
cual hablarían «los que no tienen voz», sin que esto signifique
que consideremos que la literatura comprometida no deba mantener
presencia y relevancia en los frentes culturales. Pero el concepto de
«literatura popular» que propondríamos sería no una «literatura
contra» sino una «no-literatura», o por mejor decir, una
«literatura fuera de la literatura», que recogiera aquellos modos
de comunicación y expresión a través de los cuales lo popular, es
decir, lo que no es institución de ningún tipo, se relaciona
consigo mismo para construirse o reconocerse como Poder Popular.
Entiendo
que estas propuestas sobre las que hemos empezado a reflexionar en
compañía del Colectivo Todoazen3
pueden resultar al menos en teoría confusas y nada mejor en
consecuencia que acudir al ejemplo como recurso expresivo cuando algo
se resiste a ser explicado, definido o delimitado: día a día los
trabajadores de una empresa, una oficina o una tienda se «narran»
entre sí sus vicisitudes laborales, charlas entre ellos y ellas y
dan cuenta, a modo de aviso o experiencia, de aquellas «historias
ejemplares» con las que se sienten implicados y que conformaría una
especie de memoria viva de las relaciones entre trabajo y capital en
esa empresa, oficina o tienda. Historias de «A fulanito que protestó
sobre esto le pasó…»,
«Se hizo una huelga y nos…»,
«La jefa de recursos humanos siempre dice que de acuerdo pero
nunca…», «Tú haz lo
que quieras pero a tal compañera que trabajaba aquí hace unos años
le hicieron…». Esta
«narrativa laboral» debería ser recopilada y dada a conocer, es
decir, debería ser publicada, hecha pública y no sólo en el propio
ámbito de la empresa sino en el más amplio espacio de la política
de lucha y combate en cuanto que constituye un patrimonio narrativo
de especial relevancia para entender el «background
narrativo» casi siempre desconocido sobre el que descansa el
capitalismo. La «narrativa laboral» como ejemplo de ese nuevo
entendimiento de literatura popular, literatura fuera de la
literatura, que proponemos como tarea a realizar desde las
organizaciones que sientan la necesidad de hacer poder popular.
Historias ejemplares que no sólo tendrían como foco el espacio
laboral, aun cuando le concedamos a este ámbito especial relevancia.
También las «historias de vida», el registro de aquellas vidas que
han transcurrido bajo el dominio del capital y que a través de la
propia autonarración acaso recogiesen, con mayor naturalidad y
ejemplaridad que la retórica tradicional política, las huellas de
la inevitable humillación que ese dominio impone sobre las vidas
concretas sin que, muchas veces, esto sea algo consciente para quien
las padece pero que acaso, a través de la narración que emerge, sin
duda se podría hacer presente. Se trataría de oír, transcribir y
publicar las vidas de aquellos que han padecido el despido, el paro,
el desahucio, o la historia ejemplar de la trabajadora o el
trabajador ya jubilado, o la historia de aquel o aquella militante
que lleva años y años participando en las organizaciones políticas
revolucionarias y que a pesar de tanto cansancio siguen colaborando
activamente. Oír las vidas del mundo del trabajo. Oír las voces de
quienes esperan su cita en el ambulatorio y se desahogan contándonos
su vida y padecimientos, de quienes están ingresados en un hospital
y relatan sus sueños de juventud, de quienes hacen rehabilitación y
recorren el curriculum de su familia, de quienes llevan a sus
nietos al cole y miran hacia atrás con ira callada. Crear todo un
sistema de ediciones populares, en papel o digital, donde esas voces
tengan su lugar. La
«literatura-otra»
como presencia y herramienta de Poder Popular.
Mientras
«la literatura» no cesa de contarnos historias de héroes
decepcionados nadie habla de aquellos que siguen militando. Tampoco
sabemos mucho del futbolista que no triunfó, del cantante que
fracasó, del nadador que no logró el record. Voces y
contrahistorias de quienes en algún momento creyeron que la
salvación era una mera cuestión de empeño y sacrificio personal.
Estas y otras muchas más historias que los medios tradicionales de
producción de «literatura» no contemplan, de las que los medios de
comunicación nada nos dicen. Esos silencios que son silencios porque
nadie los oye. De vez en cuando por ejemplo, la prensa
sensacionalista nos cuenta la historia de alguien al que le tocó la
lotería pero nunca se nos cuenta la historia de aquellos y aquellas
a los que nunca les tocó la lotería y sin embargo siguen, semana a
semana, jugando y creyéndose que al fin les va a tocar y entonces
podrán «empezar a vivir». Para cuándo una novela de misterio y
acaso de horror que nos cuente «la historia del jugador de lotería
al que nunca le tocó la lotería». Oír y leer las vidas del común,
de «lo ordinario». Una tarea más política que cultural y que
requiere voluntad, reflexión, tiempo y concreción. Una tarea a la
que prestar atención en todo proyecto de construcción de Poder
Popular. Una «literatura-otra», literatura fuera de la literatura,
que debe ser intendencia del combate porque en medio de la lucha (de
clases) es bueno y necesario recordar sin retóricas las palabras a
favor de las cuales se está luchando. A veces el mejor libro no está
en una biblioteca. A veces se trata de oír, escribir, leer y dar a
leer «lo que pasa en la calle».
*
Artículo publicado en el volumen Cuando
el pueblo se organiza
AA.VV.Cisma editorial Madrid 2015
1
Williams, Raymond. Marxismo y literatura, Península,
Barcelona, 1980.
2
Op. cit.
3
Grupo de Investigaciones Narrativas que ha publicado la novela El
año que tampoco hicimos la Revolución. Caballo de Troya.
Madrid, 2007.
https://www.traficantes.net/libros/el-parlamento-de-los-invisibles
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